«Los microrrelatos de viaje de este artículo te llevarán a conocer algunas de mis experiencias más personales e inolvidables acontecidas en países tan fascinantes como Jordania, Egipto y Camboya».
Los viajes son algo más que los nuevos lugares que descubres, son también los sentimientos y sensaciones que te producen una serie de momentos memorables que se suceden mientras llevas a cabo tus periplos por el mundo.
En los 4 microrrelatos siguientes, he querido compartir algunas de las escenas más curiosas y emotivas de mis viajes. Aquellas que se me han quedado grabadas en la mente… Y en el corazón.
Porque escribir sobre viajes no solo es hablar de destinos; es hablar de anécdotas, de personas, de sensaciones.
En esta ocasión, te comparto los siguientes textos donde cuento diferentes experiencias acontecidas en mis viajes por países tan fabulosos como Jordania, Egipto y Camboya.
ÍNDICE:
- Mis ojos en el mundo: Jordania
- El poblado de colores a orillas del Nilo: Egipto
- Pinceladas de Inocencia: Camboya
- El peine de mi abuela: Camboya.
¡Espero que los disfrutes y que te inspiren a seguir soñando con grandes viajes!
MIS OJOS EN EL MUNDO.
Treinta y ocho grados a la sombra y novecientos escalones al sol. ¡Mala combinación!
Ante mí, una empinada y poco atractiva subida de piedra escalonada por la montaña que me llevaría a descubrir, según dicen, una de las grandes maravillas de la ciudad Nabatea de Petra, en Jordania.
Éramos veinticinco personas en el grupo y solo doce nos aventuramos a enfrentarnos al calor y al agotamiento. Algo me decía que merecía la pena el esfuerzo, mientras una frase resonaba insistente en mi cabeza: ¡Si los demás pueden, yo también!
Una hora después, llegaba al último escalón en la cima. El ascenso fue muy tedioso. Tuve que parar varias veces para recuperar el aliento. En un momento dado incluso pensé en darme la vuelta y regresar, pero la promesa de ver algo fascinante y único en el mundo me hizo dar un paso tras otro, despacio, recordando que un tesoro me esperaba al final del camino.
Mientras contaba los escalones, miraba al suelo para pisar firme y no caerme, ya que había piedras sueltas en el camino. Ochocientos noventa y ocho, ochocientos noventa y nueve y… novecientos. ¡Lo había conseguido! Entonces alcé la vista y me quedé inmóvil. Petrificada, literalmente.
Por fin divisé el llamado “Monasterio”. Un enorme templo excavado en la roca que se me antojó la edificación más bella y majestuosa que había visto en mi vida. Era tan magnífico y el entorno tan mágico, que no pude hacer otra cosa que llorar. Era la primera vez que lloraba en un viaje. Lloraba de felicidad porque me sentía muy afortunada de poder vivir ese momento. Al mismo tiempo, experimenté nostalgia mientras pensaba en mis padres. De repente, les eché mucho de menos.
Quería contarles lo feliz que era, la maravilla que tenía ante mis ojos. Inmediatamente cogí el teléfono.
—Papá, soy Cris.
—Hola hija. ¿Cómo estás? ¿Dónde estás hoy?
—En Petra, papá. Esto es precioso. Me encantaría que pudieras verlo. Estar aquí conmigo.
—Siempre viajo contigo —me contestó—. Ahora mismo estoy ahí, acompañándote mientras hablamos. Cuéntame con detalle lo que ves y así podré imaginarlo y disfrutarlo también. No olvides que tú eres mis ojos en el mundo… Lo has sido desde que naciste.
EL POBLADO DE COLORES A ORILLAS EL NILO
La tranquilidad del pintoresco poblado nubio a orillas del río Nilo se vio alterada por nuestra presencia. Éramos quince turistas los que llegamos aquella mañana en una pequeña barca de madera. Desembarcamos en una playa llena de niños que cantaban y saltaban emocionados.
Tres preciosas pequeñas vestidas con llamativos trajes vinieron a mi encuentro. Me tomaron de la mano mientras reían y tiraban de mí para que les siguiera. Atravesamos el coqueto pueblo de casitas de colores. Las fachadas blancas estaban llenas de dibujos en tonos pastel. Era muy acogedor.
Sin soltarme de la mano y mientras tarareaban una canción, me condujeron a un patio donde una mujer, totalmente vestida de negro y con solo la cara al descubierto, me esperaba sentada junto a una mesa. Me senté a su lado y le sonreí. Me dio la bienvenida en inglés. Me dijo que estaba muy contenta de recibirme. Su pueblo había mejorado mucho con las visitas de los turistas. Los viajeros tomaban té, compraban artesanía fabricada por las mujeres… Además, los habitantes del mismo recibían dinero por parte de las agencias de viajes. Gracias a esto, prosperaban, y por eso se alegraba de verme.
Tomó mi mano y me preguntó si quería un dibujo de henna como el que llevaba ella. Le contesté que sí, y me pintó una preciosa flor negra en el reverso de la misma. Al terminar me dijo:
—Ahora somos hermanas. Cuéntales a todos las bondades de mi pueblo para que nos visiten. ¡Espero que no me olvides!
Y así fue. Nunca la olvidé, y por eso hoy escribo sobre ella.
PINCELADAS DE INOCENCIA
Se llamaba Maly. Así firmaba sus hermosos dibujos. Me disponía a entrar en el conocido como “Templo de las Mujeres”, en Camboya, pero me detuve en la puerta, hipnotizada por su talento. Allí estaba, con la cabeza baja, pincel en mano. Dibujaba de memoria los fabulosos paisajes y edificaciones de su pueblo. Me quedé prendada de aquellos escenarios que reproducía en pequeñas láminas.
Al observar que no me iba de su lado, alzó la vista y me sonrió dulcemente. Le hice señas para que entendiera que me gustaban mucho sus pinturas y respondió con ojos vivarachos: One dólar! Mi guía entabló con ella una conversación en camboyano. Todas las mañanas venía con su padre a la zona de los templos a pintar e intentar vender sus creaciones. Por la tarde, su progenitor volvía a por ella para llevarla a casa, donde cuidaba de sus hermanos más pequeños. Le pedí a mi guía que le dijera que sus dibujos eran lo más bonito que había visto en mi vida y me respondió tímida: Thank you!
Compré un cuadro, pero le pagué mucho más de lo que ella pedía. Me dio un sentido abrazo, recogió sus cosas y se marchó feliz porque, después de esta venta, podía volver a casa a jugar con sus hermanos.
EL PEINE DE MI ABUELA
Mientras me acercaba a la entrada del templo de Angkor Wat, en Camboya, divisé a lo lejos una silueta femenina, con falda hasta los tobillos y los brazos en alto, agarrando un cesto de mimbre situado sobre su cabeza. Me recordó a mi abuela, cuando de pequeña la veía regresar de la huerta con las verduras para el almuerzo.
Cuando la señora llegó a mi altura, se detuvo. Debía tener unos ochenta años y parecía cansada. Dejó el cesto en el suelo y despacio se acercó a mí. Tímidamente, empezó a acariciarme el pelo. Me miraba de forma tierna, como preguntándome si podía seguir haciéndolo, y yo le sonreí para que entendiera que sí.
Su mano arrugada seguía peinándome despacio. Mi melena fina, larga y castaña se deslizaba entre sus dedos mientras su rostro se endulzaba. Una sensación de paz recorrió mi cuerpo. Mi abuela me peinaba justo así, con los dedos. Se sentaba en el patio de su casa y me llamaba para alisarme el cabello. Por un momento cerré los ojos y sentí que era ella, y estoy segura de que lo era.
En un lugar tan mágico como en el que estaba, sé que mi abuela fue a mi encuentro para decirme que seguía conmigo, allá donde fuese.
(Nota: Imagen de portada del post elaborada por Arder Winters. Consigue una imagen personalizada para tu blog, redes sociales, para una felicitación, etc., haciendo click aquí)
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