«Emociónate con este relato sobre mi inolvidable viaje a Camboya. Descubre las luces y sombras de un país fascinante que todo viajero debe visitar, al menos, una vez en la vida»
Mi avión está a punto de despegar y me agarro con fuerza al reposabrazos. Me gusta volar, pero el momento en el que la aeronave eleva sus alas me pone muy nerviosa. Suelo cerrar los ojos con el convencimiento absurdo de que así, el mal trago del ascenso pasará más rápido… ¡Y esta vez no va a ser una excepción!
Es curioso que, la primera imagen que me viene a la mente tras hacerlo, sea la de aquella tímida niña pintora con la que conversé durante un rato en la entrada del templo Banteay Srei. No he recordado la fabulosa puesta de sol en Angkor Wat, ni las raíces de los árboles cubriendo las ruinas del templo Ta Prohm de tal forma, que da la impresión de que las abrazaran para protegerlas del paso de los siglos. Mi representación mental del viaje exprés de cuatro días a Camboya que acabo de finalizar, ha sido la expresión dulce de una cría que me sonrió agradecida cuando le expliqué mediante señas que sus dibujos me encantaban.
Todo comenzó con el sonido de mi teléfono móvil…
Estando en Tailandia, recibí una llamada del editor de una de las revistas turísticas con las que colaboro, indicándome que necesitaba de manera urgente un artículo para la siguiente edición online del magazine. Le propuse hablar sobre Tailandia o Vietnam, pero me indicó que quería un enclave “menos trillado” y más atractivo de cara al lector.
—¿Y si escribes sobre Camboya?
—La verdad es que no he estado aún.
—Pues date un salto para allá.
—Eso significa salir ya mismo del país.
—Pues hazlo y quédate unos días. Visita Angkor. No tenemos nada sobre ello en la revista. Necesito algo original para el martes de la próxima semana —sentenció.
—Pero para eso tendría que estar ahí al menos tres o cuatro días y, después, necesitaría otros tantos para escribir. No sé si me dará tiempo.
—Lo miras y te lo piensas. Necesito respuesta esta tarde.
Y colgó el teléfono.
Me encontraba muy tranquila en las playas de Krabi y no me apetecía irme, pero mi curiosidad me hizo buscar algunos vuelos baratos y encontré una conexión buena. Al final, estaba a poco menos de dos horas y media de avión del destino, y no sabía si tendría posibilidades de volver por Asia pronto, así que, sin darle más vueltas, llamé al editor y le confirmé mi interés.
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Unos días después, mi viaje por Camboya arranca en el aeropuerto de Siem Reap. Allí me espera Chan, mi simpática guía camboyana. Me encuentro con ella en la zona de llegadas de los vuelos internacionales. La reconozco porque agarra firmemente con ambas manos una hoja blanca que lleva mi nombre escrito en mayúsculas con rotulador negro.
Chan es tan menudita y aniñada que aparenta tener veinte años —luego me contaría que tiene treinta—. Su media melena color negro azabache contrasta con la extrema blancura de su piel. Como ocurre en casi toda Asia, aquí también tienen la creencia de que tener la piel morena es sinónimo de bajo estatus social. La piel tostada es atribuida a las personas con pocos recursos económicos y que, principalmente, trabajan en el campo, por eso las mujeres camboyanas se afanan por mantener el tono de su piel lo más claro posible. Para ello llevan sombreros y pañuelos que les protegen la cara, pantalones y camisetas con mangas largas e incluso guantes. Chan me recibe de esta guisa, pese a que podemos encontrarnos a 35 grados a la sombra. ¡Me da angustia solo de verla!
—Svakom! Bienvenida a Camboya —me indica con una amplia sonrisa y vocecita muy fina en un español perfecto—. Me llamo Chan y voy a ser tu guía estos días. Gracias por tu visita. Espero que hayas tenido un buen vuelo. Chab laeng! (vamos) —me dice alzando la mano y moviéndola hacia ella en señal de partida.
—Saum Arkoun! —gracias, le respondo—. Gracias por la bienvenida. Es un sueño para mi conocer Angkor —le comento mientras nos desplazamos a paso ligero en dirección al vehículo donde un conductor adormilado, e igual de delgado y pequeño que la guía, nos espera paciente en el interior.
Cuando viajo a un destino intento aprender algunas palabras básicas de su idioma como hola, adiós, gracias, por favor, sí, no… Creo que es un acto de cortesía esforzarme por hablar su lengua — en algunos casos, más que hablarla… la balbuceo—. Por otro lado, he comprobado que sirve para sacar una sonrisa divertida a todo aquel que se cruza en mi camino.
En ruta hacia el hotel me entero de que he llegado justo cuando Chan termina su jornada laboral, por lo que esta tarde no me acompañará en mi expedición por la ciudad de Siem Reap. No me queda otro remedio que ir por libre. Tengo una amplia lista de lugares por lo que me gustaría pasarme antes de que se ponga el sol, pero opino que he sido demasiado optimista, por lo que me decido por el Angkor National Museum, la calle Pub Street, los puentes sobre el río Steung Saen y el Night Market.
El primer punto al que voy es el Angkor National Museum. El conductor del tuck tuck rojo que me ha llevado al museo, un señor mayor muy alegre y servicial, me indica en un inglés de tintes comanches —yo esperar, tú venir mi— que me esperará lo que haga falta para luego llevarme al centro, al área más concurrida, y acepto de buena gana el trato.
Esta cuidada galería ayuda a entender mejor la historia de Angkor y del Imperio Khmer, por lo que es buena idea recorrerla antes de ir mañana a los templos. Su colección de objetos data de entre los siglos IX al XIV y la mayoría fueron encontrados en los propios templos y sus alrededores. Lo que más agrada de la exposición es la colección de mil budas que alberga.
Tras la incursión en el museo, mi tuck tuck privado me lleva a la parte antigua, donde el ambiente en las calles es muy animado. Está lleno de turistas en pantalón corto y camboyanos en pantalón largo, como si para cada uno, la temperatura que hace fuese diferente.
Empieza a caer la tarde, y es hora de empezar mi paseo por la orilla del turbio y amarillento río Stung Siem Reap. Aquí se instalan uno de los símbolos de la ciudad: los puentes peatonales que lo cruzan y que, debido a la hora que es, empiezan a iluminarse dándole un aspecto navideño. Estas bellas construcciones son de madera oscura y sus techos triangulares están recubiertos de tejas moradas. Me recuerdan a los tejados tailandeses. Observo varias parejas de enamorados paseando por ellos, intentando escapar del bullicio del mercado y los restaurantes, encontrando en estos puentes un escondite sosegado y romántico donde poder cogerse de la mano y hacerse carantoñas, lejos de las miradas inquisidoras de sus convecinos.
Es casi de noche y hace un calor bochornoso, por lo que me dirijo a las cafeterías de la famosa calle mochilera Pub Street, cuyo nombre resplandece en un cartel elevado fluorescente al inicio de la misma. Una serie de coloridas y cúbicas lámparas aéreas recorren toda la calzada, como marcando la senda de diversión que debes seguir. Al igual que el resto de calles mochileras del Sudeste Asiático, está llena de alborotadores viajeros con vasos de cerveza en las manos, camisetas de asillas, chanclas y muchas ganas de fiesta.
Mientras ando buscando un local donde tomar un refresco, me fijo en las mini discotecas ambulantes con luces de neón y estridente música disco que ofrecen alcohol a los foráneos. Son reducidos bares rodantes que se agolpan uno tras otro a lo largo de la calle, dándole a la misma un aspecto de discoteca urbana. Los extranjeros —porque no veo a nadie oriundo— bailan extasiados. Entretanto, el resto de visitantes los observan sentados en las terrazas de los restaurantes ubicadas a ambos lados de la calle, donde piden hamburgueses o pizzas para cenar.
La comida en estos establecimientos es totalmente occidental para satisfacer los limitados gustos de la mayoría de los forasteros, que —según me contaría Chan—, proceden sobre todo de Estados Unidos y Europa. Es por eso que, en los comercios, aceptan el pago con dólares estadounidenses y euros, igualando con ello sus precios a los estándares europeos y americanos. Viniendo de Tailandia, donde los precios no suelen ser elevados, me asombra comprobar que una pizza en esta calle me cuesta lo mismo que si la comprase en la Gran Vía de Madrid
Está claro que en Siem Reap saben sacarle partido al turismo, y lo entiendo perfectamente. Es comprensible que una nación que ha sufrido tanto y que sigue estando en una situación precaria quiera prosperar por todos los medios.
Al final de la calle, el olor a fritanga anuncia el encuentro con los puestos callejeros de comida local. Multitud de carritos venden zumos naturales de papaya, plátano y mango y, como no, no pueden faltar los bichos cocinados —la gran atracción del lugar—. Sí, bichos de todo tipo. Desde una tarántula frita hasta saltamontes o cucarachas a la parrilla incrustados en los típicos palitos de barbacoa, listos para ser consumidos.
Algunos personajes se acercan a los puestos a probar estas “delicias culinarias”. Los más atrevidos, se los meten en la boca con cara de asco, pero luego se los terminan tragando, afirmando que no están tan mal. Otros lo intentan, pero finalmente escupen lo que han ingerido, aunque se sienten satisfechos por haberlo intentado. Yo ni me lo pienso. Como dice mi abuela, ¡qué necesidad tienes tú de eso! No me apetece lo más mínimo saborear una araña negra de horripilantes patas peludas ¡Por muy rica que esté!
Tras un largo descanso en un local lleno hasta la bandera que se asemeja a un pub inglés, marcho con la luna sobre mi cabeza en dirección al mercado nocturno o Night Market, que está justo al lado. Este mercado cubierto de intrincadas callejuelas con aspecto de zoco marroquí es el paraíso de las compras. En el diviso souvenirs de todo tipo. Desde fulares tejidos a mano hasta las poco originales tazas “made in China” con la frase “He estado en Camboya y me acordé de ti”. Imanes, budas, muñecas de tela, especias, pantalones, gorras… Hay tantas cosas sobre las mesas como colgando del techo de los puestos, por lo que es una ardua tarea tener que elegir entre tal cantidad ingente de objetos.
Los turistas regatean para conseguir su preciado recuerdo al mejor precio, pero yo reparo en la cantidad de niños pequeños sentados junto a sus padres detrás de las mesas donde amontonan todo aquello que tienen para vender.
Varios están despiertos y atienden atentos al regateo incesante de los adultos. Otros, desfallecidos por la hora que es, duermen en el suelo sobre una alfombrilla. Los más mayores juegan a convencer a los compradores. Se divierten y aprenden el oficio a la vez. Es muy tarde y estos niños ya deberían de estar acostados en sus camas, y, sin embargo, están en un ruidoso mercado. A la mayoría se les ve incómodos, serios, desubicados. Está claro que están cansados.
Me percato en un crío de unos cinco años que intenta atraer la mirada de su madre, que le da la espalda, ocupada por conseguir cerrar la venta de una arrugada falda estampada. El niño la llama hasta que empieza a llorar desconsoladamente. La madre, ajena a los llantos, no le hace caso y sigue con las negociaciones. Finalmente, el niño, al ver que el berrinche no funciona, se enjuga las lágrimas y se acuesta resignado en un rincón en el suelo dispuesto a dormir. Esta escena me estremece profundamente.
Una señora extranjera se acerca a mí. Debe de haberse dado cuenta de mi cara de abatimiento. Me mira y luego mira al niño en el suelo que estoy observando. Con acento argentino me pregunta:
—¿Hablas español?
—Sí —le respondo sin quitar la vista del pequeño.
—Mi guía me ha dicho que los padres traen a los niños al mercado para dar pena a los turistas y conseguir que les compren en sus puestos. A veces, los obligan a hablar con los ellos. Les enseñan algunas palabras en inglés para que se las digan y capten de esta manera su interés.
—La verdad es que he visto muchos niños por aquí —le confirmo.
La señora continúa hablando.
—Los más mayores salen por el mercado en busca de los viajeros. Les dan la mano y los traen a los puestos de sus padres. Incluso, los que no tienen hijos, traen a sus sobrinos o vecinos pagándole un importe a sus progenitores por alquilarlos durante unas horas. Estos niños ya deberían de estar durmiendo en sus casas hace rato. Es una pena verlos.
Al terminar su inquietante discurso, se aleja lentamente cargada de bolsas llenas de regalos. Como en muchos otros emplazamientos subdesarrollados, en Camboya los niños son utilizados como monedas de cambio. Esta es la cara “b” que no se nombra en las revistas de viajes, pero ahora que estoy aquí y la tengo ante mis ojos, es muy complicado ignorarla y hace que mi experiencia no sea del todo satisfactoria.
Vuelvo al hotel con una sensación agridulce. Contenta porque lo que he visto, que ha sido muy interesante y me ha aportado diverso material sobre lo que redactar, pero también impactada por la situación malograda de los niños, los más indefensos, que no tienen más remedio que aceptar la injusta situación que les imponen los mayores que los tienen bajo su cargo. Tengo la intuición de que esta va a hacer la tónica de mi escapada; el constante conflicto entre los sentimientos de admiración y tristeza.
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Amanece en mi segundo día en Camboya. Tras muchos años imaginándolo, por fin voy a conocer los templos de Angkor. Mi guía Chan me llevará por la mañana a Ta Prohm, Tao Keo y Ta Nei. Por la tarde, visitaremos la ciudad de Angkor Thom, donde veremos los templos Bayon, Baphuon, Pimeanakas, La Terraza del Rey Leproso y la Terraza de los elefantes.
Ya en ruta, Chan me cuenta que Angkor fue descubierto casi por casualidad en el año 1860 por el naturalista francés Alexandre Henri Mouhot. Sus escritos mencionando este hallazgo situaron al despampanante complejo religioso construido durante el imperio Jemer en el mapa del mundo. Los arqueólogos calculan que las edificaciones datan de entre el año 802 y el 1432, iniciándose en el reinado de Jayavarman II. Durante la época de los Jemeres rojos (entre 1975 y 1979) fueron arrasados y, actualmente, se reconstruyen de forma lenta y laboriosa gracias a la ayuda internacional.
—Chan ¿Por qué hay tantos niños en los bordes de las carreteras? A estas horas, ¿no deberían de estar en la escuela o en dirección a ella?
—Estos niños son, en su mayoría, hijos de campesinos. Se levantan al amanecer para trabajar con sus padres en los campos arroz. Una vez terminada la jornada de la mañana, algunos vuelven a sus casas para ayudar en las tareas del hogar o para cuidar a sus hermanos más pequeños. Otros, caminan durante horas hasta llegar a los templos para pedir limosna.
Chan reflexiona un instante y suspira.
—Verás muchos niños caminando por las carreteras que llevan a los templos —me responde apesadumbrada a la vez que observo a unos críos jugando con una pelota hecha con trapo que se les escapa peligrosamente hacia el asfalto.
Si desvío la vista hacia el horizonte, la cosa cambia. El paisaje está teñido de verde. El verde oscuro de los árboles y las palmeras y el verde claro de los campos de arroz. Pasamos por delante de algunos lagos y la exuberancia a nuestro alrededor es generalizada. Es realmente hermoso.
A lo lejos, puedo ver a los jornaleros con sombrero de paja trabajando la tierra con sus bueyes. También comenzamos a encontrar gente en bicicleta y tucks tucks que se trasladan al recinto arqueológico. Según me explica Chan, la mayoría faenan en los numerosos restaurantes y puestos de souvenirs que se dispersan por toda esta área, aunque también pueden ser guías, guardias, restauradores, conductores… que van camino a sus puestos de trabajo. Esta región subsiste principalmente gracias a la agricultura y al turismo. Un turismo que es una importante fuente de ingresos, donde cada uno aporta su granito de arena. Incluidos los niños.
Mi guía me avisa:
—En las puertas de entrada de los templos verás a muchos niños mendigando. Sus padres los dejan aquí todo el día para pedir limosna. Aunque te dé pena, no les des dinero.
—Eso me va a costar mucho, Chan.
—Si los turistas les dan dinero, los padres seguirán trayéndolos y explotándolos, y no los llevarán al colegio —me advierte Chan.
Efectivamente. Nada más llegar a Ta Prohm una niña de melena desaliñada viene a mi encuentro. No me he bajado del coche y ya me espera fuera para intentar venderme unas pulseras que lleva en la mano. La niña, de rostro lánguido, extiende sus bracitos llenos de pulseras hacia mí.
—One dólar! One dólar! Please, Madame. Please —me dice con desespero.
Le digo que no con la cabeza, pero me sigue repitiendo lo mismo hasta que llegamos juntas a la puerta de entrada. En cuanto entiende que no sucumbo a su insistencia, se da la vuelta y corre en busca del próximo turista.
Me parte el alma no darle nada. Pero Chan tiene razón, si le entrego dinero estoy fomentando este tipo de maltrato infantil. Sé que no debo… ¡Pero es tremendamente difícil no hacerlo!
Ta Prohm es uno de los lugares más fotografiados de todo Siem Reap. Junto con Angkor Wat, son las dos grandes atracciones de Angkor. Se cree que este santuario budista sirvió como monasterio y que llegó a alojar a unas doce mil personas. Resulta fascinante ver como las raíces de los descomunales árboles envuelven las edificaciones de piedra cubiertas de un musgo brillante, ofreciendo una imagen mitológica que parece sacada de un cuento. Estas ruinas en medio de la selva son una de las cosas más alucinantes que he visto en mi vida.
Las paredes tienen figuras talladas. Entre ellas encontramos divinidades, serpientes y criaturas marinas. Algunas salas están medio derruidas, con los techos caídos. Otras se mantienen en pie y puedes verlas por dentro. Al recorrerlas, tienes la sensación de que en cualquier momento va a aparecer por allí Indiana Jones con su sombrero y su látigo en busca de un tesoro escondido.
Como es temprano no hay muchos visitantes y los que están, pasean en silencio, como recogidos por tanta magnificencia. Solo se oye el murmullo de las ramas de los árboles mecidos por el leve viento. Huele a naturaleza, a humedad. No puedo evitar tocar algunas piedras. El musgo está húmedo por el rocío de la mañana y empapa mis manos. Gracias a encontrarnos bajo el cobijo de los árboles, el calor aún no es agobiante. Podría perderme horas por aquí maravillándome con todo lo que me rodea.
En la distancia, diviso a Chan que me llama con la mano.
—Chab laeng! —vamos, me indica.
Nuestra siguiente parada es el templo Bayon. Una de las puertas de acceso al complejo ya vaticina lo espectacular que es. Se halla solitaria varios metros antes del mismo. Está erigida con bloques de piedra y tiene 23 metros de altura. Un enorme rostro de un buda en la parte superior parece darte la bienvenida. Todo en Angkor es sublime.
De origen budista, Bayon es conocido por albergar una serie de gigantescas caras de budas risueños —unas 200— en sus aproximadas 54 torres. Me tomo un tiempo para pasear tranquila por sus pasillos, observando los rostros con semblante sereno. ¡Transmiten tanta paz!
De repente, me siento observada. Un niño que podrá tener cuatro añitos me mira curioso. Está escondido detrás de una de las caras, que es como cuatro o cinco veces más alta que él. Cuando cree que no le veo, saca un poco la cabecita. Ríe y se vuelve a ocultar. Intuyo que está jugando al escondite. Despacio, disimulando, me voy acercando a él, hasta que lo cojo desprevenido y le agarro de la cintura por detrás —¡Te pillé! —. El niño se deshace en carcajadas con las cosquillas que le hago. Está descalzo, pero se mueve ágil sobre las piedras erosionadas del suelo. Busco a ambos lados y no veo rastro de ningún adulto que lo reclame. Me da pavor pensar que se ha perdido, aunque por lo tranquilo que lo veo, no creo que sea el caso. Más bien pienso que se conoce este sitio al dedillo y que es su patio de recreo cuando sus padres están en el exterior vendiendo incienso o pareos.
Y así transcurre el día; entre templos y niños.
Tras almorzar y ojear el resto de rincones marcados en mi ruta de hoy, nos dirigimos a nuestro último alto del día: Baphuon. En esta ocasión, la construcción es una inmensa pirámide escalonada de unos 43 metros de altura. Desde arriba, las vistas a la selva son divinas. Como empieza a atardecer, se empiezan a oír los aullidos de los monos cruzando de un lado a otro por las copas de los árboles.
Justo cuando nos disponemos a marcharnos, empieza a llover. Más que llover, diluviar. El coche está lejos y Chan y yo, ambas protegidas con sendos paraguas, caminamos raudas hacia él, pero algo me frena un instante. Alguien me coge de la mano. Es una niña. Quizá tenga diez u once años. Me sonríe delicadamente y comienza a caminar conmigo bajo el paraguas.
—Te acompaña para que le des dinero —confirma Chan—. Suelen hacerlo todo el tiempo. Te cogen de la mano, te sonríen con su carita inocente y luego, al final del trayecto, extienden la mano con la palma hacia arriba para que les des alguna propina.
—¡Que guapa es! —le digo a Chan mientras le dedico mi mejor sonrisa a mi nueva amiga.
—Puedes soltarle la mano si quieres. Con ese gesto entienden que no les vas a dar nada y se van —me explica Chan.
No puedo soltarle la mano. ¿Cómo hacerlo? Si lo hago sería una forma de repudio, como si no me importara, como si no existiera. Soy incapaz, por lo que llega conmigo hasta el coche. Allí, como bien vaticinaba Chan, extiende la mano y me sonríe de manera tierna esperando su recompensa por haberme acompañado.
No quiero darle dinero, pero quiero entregarle algo especial para que vea que me ha agradado su compañía. Me quito el collar de piedras azules que llevo puesto, se lo pongo y la niña me mira con los ojos abiertos como platos. Emocionada, me da las gracias en camboyano y se va corriendo. Espero que se lo quede y no se lo de a sus padres para que lo venda. Por la cara que puso, estimo que ha entendido que es un regalo para ella.
—Chan, ¿qué te parece si mañana, antes de venir a los templos, paramos en una tienda de juguetes? Me gustaría comprar algunas cositas y poder entregárselas a los niños que veamos de camino. Como aquellos de esta mañana que jugaban con pelotas de tela y carritos de madera.
—Me parece buena idea. Hay una tienda cerca del hotel a la que te puedo llevar. Vende todo tipo de cosas, y tiene varios juguetes.
—Genial. Gracias Chan.
Sé que no tengo tiempo para hacer gran cosa en este viaje por estos niños, pero lo que sí puedo hacer es llevarles un poco de alegría. Estos niños se merecen un momento de felicidad, un obsequio, un gesto bonito hacia ellos para que sepan que son especiales, que sí importan.
Ha sido un día de emociones inesperadas y estoy cansada. Mañana volveremos a las ruinas y al encuentro de los niños. Pasaré el resto de la tarde escribiendo en el hotel mis impresiones sobre las visitas que he realizado. Debo escribir sobre los templos, pero … ¿Podré no hacerlo sobre los niños?
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Son las cuatro de la tarde del tercer día de viaje y acabo de terminar mi almuerzo. He probado el Amok, un plato tradicional que se sirve dentro de un coco entero pelado con un agujero por arriba, haciendo las veces de plato. Dentro contiene una especie de sopa que incluye una selección de verduras y carne o pescado —en mi caso era de carne— hervido con salsa de coco y acompañado de sutiles especias. La leche de coco le da un sabor dulce y está muy rico. Me parece lo mejor que he comido hasta ahora. Nos encontramos en un modesto restaurante con tejado de caña y mesas de plástico muy cerca de la última parada del día, y la más esperada de todas: Angkor Wat.
La mañana ha sido intensa. Chan y yo repartimos cuatro bolsas llenas de juguetes a los niños que nos íbamos encontrando en la carretera. Recuerdo sus caritas de sorpresa al entregarles un balón, una muñeca, un cochecito de carreras o unos libros para colorear. Reían, saltaban… No se creían lo que estaba pasando y llamaban eufóricos a gritos a los amigos que se encontraban más lejos para unirse a la fiesta, por lo que cuando parábamos había dos niños, y, cinco minutos después, ya había más de diez junto a nosotras.
—Chab laeng! Chab laeng! —me decía la guía arrancándome de los brazos de los niños. No quería irme, pero se nos hacía tarde.
El itinerario del día incluía la entrada a primera hora a Banteay Srei y Banteay Samré. Se supone que luego pararíamos para comer, pero me parecía muy temprano, por lo que continuamos hacia Prasant Kravan y Pre Rup.
De entre todos ellos me gustó sobremanera el conocido como templo de las mujeres o Banteay Srei. No es el mayor, pero sí el más elaborado. Lo llaman así porque dicen que los delicados dibujos de las piedras (ninfas, diosas, elefantes…) fueron tallados por mujeres. Los detalles son realmente exquisitos. Las piedras de este complejo hinduista son de diferentes tonos rosados y naranjas y las pequeñas torres puntiagudas de los edificios brillan de forma especial con la luz de la mañana.
En este entorno tan bucólico encontré a Maly, sentada a un lado de la puerta de entrada. Con la cabeza baja, ensimismada en su pintura, no se había dado cuenta de que estaba de pie a su lado observando la destreza con la que dibujaba un paisaje camboyano con pinceles de acuarela. Para su corta edad —no creo que tuviese más de doce o trece años— pintaba como una auténtica profesional. Maly levantó la vista y vivaracha me dijo: —One dólar!— Por señas, le hice entender que los dibujos eran preciosos y me dedicó una amplia sonrisa. Le pedí a Chan que hiciese de traductora y que le dijese a la niña que me encantaban sus dibujos y que era una gran artista. Chan se enfrascó en una conversación con ella.
—Se llama Maly y tiene doce años —me indicó Chan—. Comenta que todas las mañanas viene al templo con su padre. A la hora de comer la recoge y regresan a casa, donde ayuda a su madre con sus hermanos más pequeños. Su padre le da clases en casa y le ha enseñado a pintar, leer, escribir y algo de inglés.
—Thank you —me respondió Maly.
Inmediatamente, empezó a mostrarme el resto de pinturas terminadas que tenía para vender.
Había representado con gran maestría la silueta de Angkor Wat y las caras del templo Bayon. Si por mi fuera, le hubiese comprado todos los dibujos, pero decidí quedarme con uno de un paisaje con palmeras, casas de paja y bueyes.
—One dólar! —me recuerda cuando tomé el dibujo seleccionado en la mano.
Saqué de mi cartera 10 dólares y la niña no podía creérselo. En un primer momento rechazó el billete y esto me conmovió.
—No. Only one dólar.
Le puse el dinero en su mano abierta y se la cerré. La niña, incrédula, me regaló un gran abrazo. No podía estar más contenta.
—Lo siento —le dije a Chan— no puedo evitarlo, he de comprarle un dibujo. Se que no está bien, pero se merece que la ayuden.
—Está bien —respondió Chan—. En este caso, por lo menos, su padre le da clases en casa.
Me despedí de la niña y sentí que parte de mi corazón se quedaba con ella.
Por fin llegamos a nuestra última parada: el cautivador Angkor Wat. En naturalista francés que lo descubrió, Alexandre Henri Mouhot, escribió sobre él:
“Uno de estos templos [Angkor Wat], rival del templo de Salmón y erigido por algún antiguo Miguel Ángel, podría ocupar un puesto de honor junto al más bello de nuestros edificios. Es más grandioso que lo que nos dejaron Grecia o Roma”.
Y tenía razón. Esta creación no tiene nada que envidiar a cualquier monumento antiguo europeo, o del resto del planeta. ¿Cómo describir en mi artículo una cosa así? Para empezar, está en un paraje idílico, en un lugar lleno de palmeras y junto a un lago que refleja su silueta al atardecer. Su esplendor es abrumador. En el interior puedes pasear por las distintas salas. En ellas, varios monjes de toga naranja rezan y realizan ofrendas. Sus paredes están talladas con divinidades y animales. Ya en el exterior, la imagen de sus altas torres es impactante. A esta hora de la tarde, la luz que lo envuelve lo torna mágico.
Chan me cuenta que este templo hinduista es el más grande y mejor conservado de todo el asentamiento de Angkor, y que es el símbolo del país, por eso figura en su bandera. ¡No me extraña! ¡Es para estar orgullosos! Se calcula que entre sus muros habitaron unas veinte mil personas. Su torre central tiene unos sesenta y cinco metros de altura. Todo en él es deslumbrante.
Tras una hora dando vueltas sola, Chan viene en mi búsqueda.
—Sí, ya lo sé. Chab laeng! —le digo riéndome.
—Muy bien, ya has aprendido camboyano —me responde entre risas.
El camino al coche que nos llevará de regreso al hotel está lleno de puestos de souvenirs y comida. De nuevo encontramos muchos niños trabajando. Los más pequeños juegan sentados en el suelo, sobre la tierra, despreocupados. Nadie los regañará si se manchan. Los mayores persiguen a los turistas con pulseras, bolsos o fulares en las manos. Ya es tarde y aún siguen aquí, sin descanso. Definitivamente… Camboya es el reino de los niños.
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Con gran pesar, hoy me despido de Camboya. Esta tarde sale mi vuelo a Bangkok y pienso que, si pudiera, me quedaría un mes más recorriendo el país. Pero estoy feliz de haber tomado la decisión de venir. Lo que he visto, lo que he aprendido… Ha merecido mucho la pena.
Antes de tomar mi vuelo de regreso a Tailandia realizo una última excursión. Esta vez al lago Tonlé Sap. En la orilla del lago, Chan y yo tomamos una pequeña barca de madera a motor que nos llevará al centro de esta inmensa extensión de agua dulce, donde se alojan las casas flotantes. De camino al poblado Kampong Khleang, Chan vuelve a ejercer de guía.
—Este lago tiene una extensión aproximada de dos mil seiscientos kilómetros cuadrados, pero puede llegar hasta las veinticuatro mil en época de lluvias. Es el mayor lago de agua dulce de todo el sudeste asiático. Este lago nos provee de pescado, y en sus orillas se cultiva arroz. En la estación seca apenas tiene un metro de profundidad y se hace mucho más pequeño. Los que viven en las casas flotantes son mayoritariamente de origen vietnamita. Llegaron al lago huyendo de los Jemeres Rojos y viven de la pesca. El poblado al que nos dirigimos tiene un colegio que también es orfanato, una pequeña enfermería, algunos talleres, tiendas de comida y ropa y poco más. Viven de forma muy austera. Hay gente que ha nacido en el interior del lago y que nunca ha pisado tierra firme.
—¿Qué no han pisado nunca tierra firme? No me imagino viviendo siempre sobre el agua —le interrumpo a Chan.
—Desde hace unos años también cuentan con restaurantes y tiendas de souvenirs. Antes los turistas llegaban, sacaban un par de fotos de las casas y se iban. Ahora, por lo menos, el pueblo gana dinero. Muchos de los dueños de las lanchas que lleva a los viajeros también viven en el lago y las agencias de viajes les pagan por ello.
Por fin llegamos al poblado y nos vamos adentrando por un laberinto de calles acuáticas delimitadas por casas elevadas o palafitos, que se sustentan sobre palos de madera de unos 6 metros de altura. El hecho de estar elevadas es para protegerse de la subida del nivel de agua. Estas modestas viviendas están fabricadas con madera y chapas de aluminio y todas tienen delante una o dos barcas amarradas al porche. Algunas de las casas están construidas sobre la base de amplios barcos de madera y, directamente, flotan sobre el agua.
Hay mucho tráfico por el lago. A nuestro lado pasan despacio numerosas lanchas motorizadas portando comida, enseres del hogar, ropa… En los porches de las casas se agolpan los niños, que me saludan con la mano a mi paso. Sus madres lavan los platos y la ropa en el río, que, según me confirma Chan, está bastante contaminado.
Una vieja lancha viene a nuestro encuentro. Es una señora con tres niños pequeños y nos pide limosna. Me parte el alma ver a los tres niños semidesnudos en la ruinosa barca. Aquí, al igual que en el mercado de Siem Reap, utilizan a los niños para atraer la atención de los turistas. Los padres los llevan de un lado para otro en barcos llenos de souvenirs, a la caza de un nuevo comprador.
Vuelvo a ver infinidad de niños. Algunos incluso se bañan en el lago cerca de las casas, sin nadie que los vigile.
Nos bajamos en una amplia construcción de madera donde hallamos una especie de cafetería y una tienda de regalos. Aprovecho para estirar las piernas y comprar algunas cosas. Chan me comenta que todo lo que se genera en este tipo de establecimientos, se reparte entre la comunidad.
Una niña con un gato pequeño en la mano viene hacia mí. Se sienta en el suelo a mi lado y empieza a jugar con el animal. Me siento con ella y hago lo mismo. La niña se ríe y se levanta. Se acerca y empieza a acariciarme el pelo, luego las mejillas… Quizá es la primera vez que ve a una chica occidental. De repente se oye un grito lejano. Es su madre que la llama. Tiene que atender a los nuevos turistas que han llegado a la tienda de regalos. La niña sale despavorida. En realidad, es tan pequeña que no hace nada, solo se coloca al lado de su madre para que la vean.
Tras un par de horas en el lago, nos vamos de Tonlé Sap en dirección al aeropuerto.
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En el área de salidas, me despido de Chan con un abrazo.
—Gracias por todo Chan. Me has ayudado muchísimo.
—Escribe sobre las bondades de mi país. Necesitamos que vengan los turistas —me dice—.
—Descuida. Lo haré. Y yo volveré para ver todo lo que me faltó y te avisaré para que vengas conmigo.
—¡Claro! Leahaey! (adiós) —se despide.
—Leahaey Chan!
Mientras espero en la terminal a que salga el vuelo, cojo mi cuaderno para hacer algunas anotaciones para el reportaje.
Este país me ha generado sentimientos encontrados. Por un lado, está el asombro. Es innegable que el patrimonio arqueológico que posee es único en el mundo y constituye un tesoro sin parangón. En mi opinión, debe estar en los puestos más altos de la lista de “lugares indispensables que ver antes de morir”. Va a ser muy difícil explicar con palabras de forma justa la hermosura de los templos de Siam Reap.
Luego está la pena. Pena porque, si tuviera que describir a Camboya con una sola frase, siendo sincera conmigo misma sería: El reino de los niños perdidos.
Niños que se pierden la escuela por acompañar a sus padres para ayudarles en los puestos de venta de souvenirs y alimentos ubicados en la zona arqueológica, y que juegan al escondite descalzos dentro de los templos, ajenos a la magnificencia y la espiritualidad de las piedras por donde pisan. Niños que pierden su niñez caminando a diario bajo un sol abrasador persiguiendo a los turistas para que les compren una pulsera o un fular. Niños que permanecen sentados durante horas en las entradas de los edificios sagrados, y que pierden la noción del tiempo mientras pintan con gran maestría bellos paisajes con la esperanza de que alguien piadoso les compre un dibujo, y así poder llevar dinero a casa para que sus progenitores puedan conseguir algo de comida. Niños exiliados sobre el agua de un gran lago, que nunca han pisado tierra firme y que se pierden la extrema belleza continental de la tierra donde viven. Condenados a una existencia flotante penosa y aislada.
Está decidido. Por primera vez escribiré un texto que será algo más que un folleto turístico. Voy a elaborar un relato sobre Camboya en la que no solo hablaré de las maravillas de la nación, como son sus fastuosas construcciones, la deliciosa gastronomía y por supuesto su gente, tan gentil y educada.
Además, mencionaré esos niños perdidos, a los que quiero dar voz y presencia en un destino donde, a cada paso que das, mires donde mires, siempre encuentras pequeñas criaturas angelicales que, inevitablemente, sacan a relucir tu lado más tierno y bondadoso. Tengo que ser coherente con lo que he visto y lo que he sentido durante mi viaje. Puede que al editor de la revista no le apasione mucho la idea, pero creo que debo contar sin censura todo lo vivido… Tanto lo bueno, como lo malo.
Como leí una vez en un libro hace ya tiempo:
El verdadero viaje es aquel que te transforma, el que hace que, cuando regreses, no seas la misma persona —ni tengas la misma visión sobre las cosas— que cuando partiste.
FIN
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Si apetece comentar tus impresiones sobre el relato que has leído, puedes hacerlo a continuación. ¡Me encantará conocer tu opinión sobre el texto, así como tus fantásticas experiencias viajeras!
Hola Cristina,
Me parece un relato fabuloso, por desgracia en muchos países se utiliza a los niños para sacarle el dinero a los turistas jugando con los sentimientos. Esto nos lo hemos encontrado en otros países y también nos entristece como a ti.
El pagar a Maly 10$ por su trabajo en lugar de 1$, es un gesto que da valor a ese trabajo y que seguro habríamos hecho lo mismo en tu misma situación.
Ojalá no hubiese tantos reinos de niños perdidos en el mundo.
Felicidades por este gran artículo, me ha encantado.
Un abrazo!
¡Muchísimas gracias por tu comentario, Quim! Me hace mucha ilusión que te haya gustado el artículo, porque me encanta todo lo que escribís en vuestro blog https://losviajesdequimyelena.com/. Tiene razón que los niños son utilizados como moneda de cambio para obtener beneficios económicos en muchos países, y eso es parte de lo que vemos en los viajes y creo que no debemos ignorarlo. Cuanto más se hable de ello y se denuncie, mejor. Es muy difícil tener a una niña delante como Maly, pintando sola a las puertas de un templo para obtener un poco de dinero, y mirar para otro lado. Me alegra saber que tenéis la misma conciencia ante esta situación y pensáis lo mismo que yo. Efectivamente, ojalá no tuviéramos que escribir sobre los niños perdidos del mundo. Mil gracias de corazón por vuestro comentario, que me anima a seguir escribiendo este tipo de relatos tan personales. ¡Un fuerte abrazo para toda la familia desde Tenerife 😘!
Cris, que súper relato! Me ha encantado leerte y he sentido muy de cerca todos los gestos bonitos que has tenido con todos esos niños. El hecho de regalarles juguetes me ha parecido una idea estupenda!! Que difícil es verles así cuando no tienen apenas nada. Enhorabuena por este súper relato
¡Muchísimas gracias Noelia por tu comentario! Me hace muy feliz que te haya gustado el artículo. Estoy acostumbrada a escribir sobre itinerarios y rutas, pero me es difícil escribir sobre algo tan personal como las impresiones que tengo en mis viajes, sobre todo cuando hablo sobre las cosas que no me gustan, pero creo que es necesario que se explique bien todo lo que un viajero se puede encontrar en un destino, ya que, si tienes toda la información completa, puede de antemano tomar ciertas acciones o decisiones. Y lo de los gestos con los niños… ¡Cómo no tenerlos si es que son maravillosos! Y también agradecidos y cariñosos. Ha sido un regalo poder compartir algo de tiempo con ellos en ese corto viaje. De nuevo, mil gracias por tu apoyo. Te mando un abrazo super grande desde Tenerife 😘.
¡Qué pedazo de relato! Es súper emocionante, íntimo, realista y a la vez enternecedor. Me encantó de principio a fin y muy en especial, esa frase final tan acertada de que un viaje te transforma de mil maneras y no vuelves siendo la misma persona.
Yo creo que al igual que tú tendría muchos sentimientos encontrados, no sé si la parte menos bonita del viaje me condicionaría y me dejaría demasiado abrumada como para disfrutar del resto porque ver a los niños en esa situación tan desfavorecida y tener esa sensación de que no les puedes ayudar sin contribuir a que los sigan explotando, me daría demasiada pena, pero a la vez me gusta que se hable de todos los aspectos que conforman el viaje sin quedarnos sólo con la idea de cuáles son las visitas imprescindibles sin más.
Enhorabuena, porque es un artículo magnífico! Besos
¡Mil gracias Vero por tu comentario! Agradezco muchísimo tus palabras, porque me animan a seguir escribiendo este tipo de relatos. En la era de Instagram, donde parece que todo en un destino es maravilloso, creo que debemos tener los pies en la tierra y saber que, en realidad, no es así. Cada lugar, por muy fabuloso que parezca, tiene sus «luces y sombras» y a mí, personalmente, me afecta tanto lo bueno como lo malo, y creo que lo justo es hablar de todo ello para no ocultar lo que no nos gusta. Tienes razón al decir que la experiencia se empaña cuando ves este tipo de abusos, sobre todo en los niños, pero, tras muchos viajes a destinos desfavorecidos, me he dado cuento de que en eso consiste un «viaje real». Creo que la experiencia de VIAJAR, con mayúsculas, incluye esos sentimientos encontrados cuanto topamos con otras culturas o acciones que no entendemos. Hay otra forma de viajar totalmente lícita y respetable, que también he realizado en alguna ocasión y me encanta, que es meterse en un hotel y disfrutar de un merecido descanso metidos en nuestra burbuja de confort, pero los viajes que traspasan fronteras, a menudo van a ponernos a prueba en muchos sentidos. Y eso es lo bonito de viajar: reírnos, enfadarnos, maravillarnos, disgustarnos… En definitiva; un viaje es sinónimo de vivir, y eso mismo es la vida, una mezcla de emociones que no podemos controlar y que nos recuerdan que estamos vivos. Gracias de corazón por tu comentario. Te mando un abrazo muuyyy grande 😘.
Qué buen comienzo de los relatos viajeros en el blog. Me encantó leer esto aunque me dejó un pellizco en el pecho y un nudo en la garganta. No sé si estoy preparada hoy para conocer un destino así. A mí los niños me pueden. Pero me gustó tu idea de llevarles regalos.
Genial Cristina.
¡Muchísimas gracias Isa por tu bonito comentario! Ya sabes lo que me gusta todo lo que escribes y haces, por lo que significa mucho para mí que te guste el artículo. Me pasó lo mismo que a ti mientras lo escribía. Al recordar los templos me llenaba de euforia y gratitud por haber tenido la suerte de haberlos conocido, pero cuando mencionaba a los niños… que penita da verlos. Es difícil viajar a un destino así, pero creo que, entre todos, podemos poner nuestro granito de arena para mejorar la situación del país, como haciendo donaciones a orfanatos y centros de rehabilitación, comprando en comercio local… Como le comentaba a Verónica, los viajes pueden tener cosas buenas y malas, lo importante es el aprendizaje que nos llevamos de ellos y lo que hacemos al respecto. Te mando un abrazo grandísimo amiga. Besitos desde Tenerife y mil gracias por leer el artículo 😘.